La meditación se emplea desde hace más
de 3.000 años. Durante mucho tiempo se consideraba una práctica reservada a los budistas, a seguidores de filosofías como
el zen o incluso a personas con un cierto toque esnob. Sin embargo, la lista de adeptos ha ido creciendo en los países occidentales
en los últimos años hasta alcanzar una cifra que ronda los 10 millones en EEUU.
Estas personas, lejos de tratarse de fieles
religiosos, son profesionales de todo tipo agobiados por el estrés, pacientes a los que sus médicos recetan unas sesiones
de exploración interior para mejorar o prevenir el dolor o individuos interesados en profundizar en sí mismos y aprender a
manejar sus emociones. Los estadounidenses pueden acceder a cursos o sesiones de meditación en los colegios, los hospitales,
en instituciones oficiales y prisiones.
El interés de los científicos por la meditación
comenzó hace ya algunos años. En las décadas de los 60 y los 70 se había demostrado que el uso de estas técnicas proporcionaba
una extraordinaria concentración. Un profesor de medicina de la Universidad de Harvard (EEUU), Herbert Benson, a través de
sus investigaciones llegó a la conclusión de que la práctica milenaria contrarresta los mecanismos cerebrales asociados al
estrés.
Sin embargo, el verdadero salto, y sobre
todo su divulgación masiva, han llegado de la mano de una colaboración muy peculiar. El decimocuarto Dalai Lama, Tenzin Gyatso,
ha puesto a disposición de los neurocientíficos occidentales su cerebro y el de sus monjes.
EFECTOS
En esta aventura se embarcaron eminentes
investigadores de numerosas instituciones. Uno de los más activos en los últimos años ha sido Richard Davidson de la Universidad
de Wisconsin, en EEUU. Sus trabajos no sólo se han hecho famosos por contar con un Nobel de la Paz como sujeto de experimentación,
sino porque los resultados aportan datos interesantes y sorprendentes sobre la práctica milenaria. «Nuestros resultados indican
que la meditación tiene efectos biológicos.
Produce cambios en el cerebro asociados
a emociones más positivas y mejoras en la función inmune», dijo el investigador Daniel Goleman, autor de numerosos libros
sobre inteligencia emocional y de 'Emociones destructivas' fruto del encuentro del Dalai Lama con los científicos, explicó
a este suplemento que «lo importante es que la meditación cambia la base de las emociones» y añadió que los resultados de
los experimentos «tienen importantes implicaciones para la gente a la hora de valorar sus beneficios».
Los estudios neuronales demuestran un incremento
de actividad en el lóbulo frontal izquierdo, que es la residencia de las emociones positivas. Al mismo tiempo se reduce el
funcionamiento de la región derecha. Probablemente se preguntará en qué cambia esta realidad cerebral la vida diaria, pues
bien los neurocientíficos han observado que las personas que emplean más la zona izquierda tardan menos tiempo en eliminar
las emociones negativas y la tensión que pueden provocar, por ejemplo, un atasco o una discusión con el jefe. Este desequilibrio
entre los hemisferios conlleva también una reducción del miedo y la cólera.
Las investigaciones en los monjes budistas
con años de experiencia en la meditación indican que éstos tienen una actividad significativamente mayor en el lóbulo izquierdo
que las personas que no practican esta técnica. La duda que se planteaba en los estudios con monjes fue si sus cerebros ya
eran de partida diferentes y por ello, los hallazgos resultaban tan llamativos. Para resolver el dilema, Davidson y su equipo
decidieron investigar con personas de la calle sin experiencia alguna en las técnicas de meditación.
Los resultados confirmaron que no es necesario
ser un consumado meditador para disfrutar sus beneficios y que el cerebro de los monjes no era la causa de las observaciones.
Los individuos que practicaban regularmente habían desarrollado, al igual que los religiosos, mayor actividad en el lado izquierdo
del lóbulo frontal. Sin embargo, las excelencias de la meditación no se quedaron ahí porque los científicos comprobaron también
en este grupo de voluntarios que el sistema inmune de aquellos que se habían entregado a la exploración interior era más potente
que el de sus compañeros.
Hasta aquí algunos de los potenciales usos
terapéuticos o preventivos de la meditación. Sin embargo, tanto el planteamiento budista como el de otras tendencias orientales
en las que se emplea regularmente esta práctica va más allá. Su uso está asociado a un cambio de percepción de la realidad
y a estimular los procesos de conciencia, algo que también interesa extraordinariamente a los científicos y que Goleman define
como «conocimiento» de la existencia.
Lo que parece evidente es que este tipo
de investigaciones se encuadran de lleno en la tendencia actual de lo que se denomina medicina integral o en un contexto más
amplio, el estudio de la interacción mente-cuerpo. Después de siglos de divorcio entre estos dos aspectos que describen al
ser humano, «los nuevos datos que proporcionan las neurociencias están matando el dualismo cartesiano», afirma Goleman. «El
cerebro junta las emociones y los pensamientos. Los mismos circuitos que nos permiten pensar, nos permiten sentir», añade.
Aunque explica que «el Dalai Lama insiste en que los científicos pueden saber todo sobre el cerebro, pero algunos niveles
de conciencia no están limitados a este órgano». Quizá en las próximas décadas la neurociencia tendrá que traspasar los límites
del cráneo.
La mística de la red neuronal
Los cambios cerebrales que produce la práctica
habitual de la meditación tienen algunos puntos en común con los que se observan en el estado de iluminación o éxtasis místico.
Lo cual no es extraño puesto que una de las vías para alcanzar el más alto nivel de abstracción es la meditación, como fue
el caso de Buda, pero no es ni mucho menos el único.
En Oriente y en Occidente. Desde las tribus
africanas con sus danzas hasta Santa Teresa de Jesús entregada a la oración, pasando por el ascetismo de los yoguis y por
los chamanes indios bajo los efectos del peyote , todos buscan alcanzar el éxtasis y con él entrar en contacto con su dimensión
espiritual.
En su libro La Conexión divina, Francisco
J. Rubia, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, repasa todas las investigaciones realizadas al abrigo de una
nueva disciplina denominada neuroteología, cuyo objetivo es desvelar los mecanismos neurobiológicos de las experiencias místicas.
«La conexión divina se encuentra en ciertas áreas del lóbulo temporal», afirma Rubia.
Al igual que ocurre con la meditación,
esta región está desactivada en el momento del éxtasis. La consecuencia es la pérdida del sentido de unicidad y el sentimiento
de unión con el resto de universo. Además, la estimulación del lóbulo temporal deja vía libre al mundo de las emociones y
de la sensorialidad. Al mismo tiempo, se desconectan todos los circuitos cerebrales situados en los lóbulos parietales que
limitan y clasifican todo lo que viene del exterior. Así, el individuo entra en un estado en el que percibe con extraordinaria
intensidad y riqueza todo lo que le rodea.
Se pierde el sentido del espacio y del
tiempo y es frecuente que se visualicen imágenes extraordinariamente luminosas. Comparado con la meditación «la iluminación
es un salto cualitativo», asegura Rubia y añade que se ha visto que la cualidad del éxtasis es un cambio de comportamiento
inmediato en la persona que lo experimenta. «Se vuelve más compasiva», añade.
Curiosamente ésta es una de las cualidades que destacan Davidson y Goleman de los
budistas con los que han trabajado. En principio cualquier persona tiene la capacidad de vivir este tipo de experiencias espirituales
profundas. Sin embargo, tal como señala Rubia, parece que la gran importancia que se ha dado, fundamentalmente en Occidente,
al pensamiento racional y analítico ha adormecido los centros neuronales que sirven de enlace con esa otra realidad. Otras
culturas, por el contrario, han dado un gran valor a esta capacidad y la han cultivado.
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